Santísimo Cristo, Jesús de Medinaceli
Reflexionemos sobre uno de los momentos más desgarradores de la historia de la humanidad: el juicio y condena de Jesucristo. Aquel que no conoció pecado fue llevado como un cordero al matadero, abandonado por sus amigos, rechazado por los líderes religiosos y sentenciado por la multitud que días antes lo había aclamado como Rey. Este momento, cargado de injusticia, humillación y abandono, no fue un accidente de la historia, sino el cumplimiento perfecto de un plan divino: la salvación de la humanidad.
"He resucitado y ahora estoy siempre contigo.
Mi mano te sostiene.
Dondequiera que tú caigas, caerás en mis manos.
Estoy presente incluso en las puertas de la muerte, donde ya nadie puede acompañarte y donde tu no puedas llevar nada. Allí te espero yo, y para ti transfomaré las tinieblas en luz".
Jesús, el Hijo de Dios, compareció ante el Sanedrín, Herodes y Pilato, cada uno representando un aspecto de la humanidad caída. Los líderes religiosos, cegados por su orgullo y temor a perder poder, lo acusaron falsamente. Pilato, representante del poder político, reconoció su inocencia, pero sucumbió a la presión de la multitud para preservar su posición. Y el pueblo, manipulado y temeroso, eligió liberar a un criminal en lugar del justo. En cada uno de ellos podemos ver reflejada nuestra propia fragilidad: la hipocresía, la indiferencia y el egoísmo que nos apartan de Dios.
Jesús no intentó defenderse. Cuando le preguntaron si era el Rey de los judíos, respondió serenamente: "Tú lo dices" (Marcos 15:2). No apeló a su poder ni pidió compasión. En su silencio ante las falsas acusaciones, cumplió las palabras del profeta Isaías: "Como cordero fue llevado al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció y no abrió su boca" (Isaías 53:7). Este silencio no era resignación, sino un acto de entrega. En ese juicio terrenal, Jesús no buscaba defenderse, porque sabía que estaba obrando para un juicio celestial en el que Él sería nuestro intercesor.
Cuando la multitud clamó: "¡Crucifícalo!", Jesús no los condenó en su corazón. En su mirada no había odio ni resentimiento, sino un amor que desbordaba comprensión. Él no los veía como enemigos, sino como ovejas sin pastor. Su condena no fue producto de la fuerza humana, sino de su propia voluntad. Jesús había declarado: "Nadie me quita la vida; yo la doy por mi propia voluntad" (Juan 10:18). Incluso en medio de aquella injusticia, Él seguía siendo el Señor, controlando los acontecimientos, dirigiéndose voluntariamente al sacrificio que nos redimiría.
En este momento de abandono absoluto, cuando sus discípulos huyeron y los líderes religiosos lo despreciaron, Jesús estaba cargando con la soledad de todos nosotros. Estaba enfrentando el rechazo que merecíamos por nuestro pecado. Pero lo hizo por amor. Su condena no fue solo un acto de injusticia humana; fue el acto supremo de justicia divina. Fue el precio que se necesitaba pagar para reconciliar al hombre con Dios.
El juicio de Jesús es un espejo que nos confronta. ¿Cuántas veces, como Pilato, hemos cedido a la presión para evitar el costo de la verdad? ¿Cuántas veces, como la multitud, hemos elegido lo cómodo sobre lo correcto? Pero también es una puerta abierta a la gracia. Jesús aceptó la condena que merecíamos para que nosotros pudiéramos recibir la vida que solo Él podía ofrecer.
Hoy, al contemplar este momento de la condena de Jesús, recordemos que Él no fue vencido por el poder de sus enemigos, sino que se entregó por el poder de su amor. Y es precisamente este amor el que nos llama a responder con una vida transformada.
Que su sacrificio no sea en vano en nuestras vidas. Que aprendamos a vivir en verdad, justicia y misericordia, sabiendo que Él fue condenado para que nosotros pudiéramos ser libres.
Amén.



