Por la señal
de la Santa Cruz... Señor mío Jesucristo...
Pausa
de silencio
Oremos: Señor Jesucristo, colma nuestros corazones con la luz de tu Espíritu
Santo, para que, siguiéndote en tu último camino, sepamos cuál es el precio de
nuestra redención y seamos dignos de participar en los frutos de tu pasión,
muerte y resurrección. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén. [Juan Pablo II]
I
JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
V.
Te adoramos,
oh Cristo, y te bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
«Reo es de
muerte», dijeron de Jesús los miembros del Sanedrín, y, como no podían ejecutar
a nadie, lo llevaron de la casa de Caifás al Pretorio. Pilato no encontraba
razones para condenar a Jesús, e incluso trató de liberarlo, pero, ante la
presión amenazante del pueblo instigado por sus jefes: «¡Crucifícalo,
crucifícalo!», «Si sueltas a ése, no eres amigo del César», pronunció la
sentencia que le reclamaban y les entregó a Jesús, después de azotarlo, para
que fuera crucificado.
San Juan el
evangelista nos dice que, pocas horas después, junto a la cruz de Jesús estaba
María su madre. Y hemos de suponer que también estuvo muy cerca de su Hijo a lo
largo de todo el Vía crucis.
Cuántos
temas para la reflexión nos ofrecen los padecimientos soportados por Jesús
desde el Huerto de los Olivos hasta su condena a muerte: abandono de los suyos,
negación de Pedro, flagelación, corona de espinas, vejaciones y desprecios sin
medida. Y todo por amor a nosotros, por nuestra conversión y salvación.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
JESÚS CARGA CON LA CRUZ
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Condenado
muerte, Jesús quedó en manos de los soldados del procurador, que lo llevaron
consigo al pretorio y, reunida la tropa, hicieron mofa de él. Llegada la hora,
le quitaron el manto de púrpura con que lo habían vestido para la burla, le
pusieron de nuevo sus ropas, le cargaron la cruz en que había de morir y
salieron camino del Calvario para allí crucificarlo.
El peso de
la cruz es excesivo para las mermadas fuerzas de Jesús, convertido en
espectáculo de la chusma y de sus enemigos. No obstante, se abraza a su
patíbulo deseoso de cumplir hasta el final la voluntad del Padre: que cargando
sobre sí el pecado, las debilidades y flaquezas de todos, los redima. Nosotros,
a la vez que contemplamos a Cristo cargado con la cruz, oigamos su voz que nos
dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz
cada día, y sígame».
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Nuestro
Salvador, agotadas las fuerzas por la sangre perdida en la flagelación,
debilitado por la acerbidad de los sufrimientos físicos y morales que le
infligieron aquella noche, en ayunas y sin haber dormido, apenas pudo dar
algunos pasos y pronto cayó bajo el peso de la cruz. Se sucedieron los golpes e
imprecaciones de los soldados, las risas y expectación del público. Jesús, con
toda la fuerza de su voluntad y a empellones, logró levantarse para seguir su
camino.
Isaías había
profetizado de Jesús: «Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros
dolores los que soportaba. Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros».
El peso de la cruz nos hace tomar conciencia del peso de nuestros pecados, infidelidades,
ingratitudes..., de cuanto está figurado en ese madero. Por otra parte, Jesús,
que nos invita a cargar con nuestra cruz y seguirle, nos enseña aquí que
también nosotros podemos caer, y que hemos de comprender a los que caen;
ninguno debe quedar postrado; todos hemos de levantarnos con humildad y
confianza buscando su ayuda y perdón.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
En su camino
hacia el Calvario, Jesús va envuelto por una multitud de soldados, jefes
judíos, pueblo, gentes de buenos sentimientos... También se encuentra allí
María, que no aparta la vista de su Hijo, quien, a su vez, la ha entrevisto en
la muchedumbre. Pero llega un momento en que sus miradas se encuentran, la de
la Madre que ve al Hijo destrozado, la de Jesús que ve a María triste y afligida,
y en cada uno de ellos el dolor se hace mayor al contemplar el dolor del otro,
a la vez que ambos se sienten consolados y confortados por el amor y la
compasión que se transmiten.
Nos es fácil
adivinar lo que padecerían Jesús y María pensando en lo que toda buena madre y
todo buen hijo sufrirían en semejantes circunstancias. Esta es sin duda una de
las escenas más patéticas del Vía crucis, porque aquí se añaden, al cúmulo de
motivos de dolor ya presentes, la aflicción de los afectos compartidos de una
madre y un hijo. María acompaña a Jesús en su sacrificio y va asumiendo su
misión de corredentora.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Jesús salió
del pretorio llevando a cuestas su cruz, camino del Calvario; pero su primera
caída puso de manifiesto el agotamiento del reo. Temerosos los soldados de que
la víctima sucumbiese antes de hora, pensaron en buscarle un sustituto.
Entonces el centurión obligó a un tal Simón de Cirene, que venía del campo y
pasaba por allí, a que tomara la cruz sobre sus hombros y la llevara detrás de
Jesús. Tal vez Simón tomó la cruz de mala gana y a la fuerza, pero luego,
movido por el ejemplo de Cristo y tocado por la gracia, la abrazó con
resignación y amor y fue para él y sus hijos el origen de su conversión.
El Cireneo
ha venido a ser como la imagen viviente de los discípulos de Jesús, que toman
su cruz y le siguen. Además, el ejemplo de Simón nos invita a llevar los unos
las cargas de los otros, como enseña San Pablo. En los que más sufren hemos de
ver a Cristo cargado con la cruz que requiere nuestra ayuda amorosa y
desinteresada.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Dice el
profeta Isaías: «No tenía apariencia ni presencia; lo vimos y no tenía aspecto
que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y
sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y
no lo tuvimos en cuenta». Es la descripción profética de la figura de Jesús
camino del Calvario, con el rostro desfigurado por el sufrimiento, la sangre,
los salivazos, el polvo, el sudor... Entonces, una mujer del pueblo, Verónica
de nombre, se abrió paso entre la muchedumbre llevando un lienzo con el que
limpió piadosamente el rostro de Jesús. El Señor, como respuesta de gratitud,
le dejó grabada en él su Santa Faz.
Una letrilla
tradicional de esta sexta estación nos dice: «Imita la compasión / de Verónica
y su manto / si de Cristo el rostro santo / quieres en tu corazón». Nosotros
podemos repetir hoy el gesto de la Verónica en el rostro de Cristo que se nos
hace presente en tantos hermanos nuestros que comparten de diversas maneras la
pasión del Señor, quien nos recuerda: «Lo que hagáis con uno de estos, mis
pequeños, conmigo lo hacéis».
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Jesús había
tomado de nuevo la cruz y con ella a cuestas llegó a la cima de la empinada
calle que daba a una de las puertas de la ciudad. Allí, extenuado, sin fuerzas,
cayó por segunda vez bajo el peso de la cruz. Faltaba poco para llegar al sitio
en que tenía que ser crucificado, y Jesús, empeñado en llevar a cabo hasta la
meta los planes de Dios, aún logró reunir fuerzas, levantarse y proseguir su
camino.
Nada tiene
de extraño que Jesús cayera si se tiene en cuenta cómo había sido castigado
desde la noche anterior, y cómo se encontraba en aquel momento. Pero, al mismo
tiempo, este paso nos muestra lo frágil que es la condición humana, aun cuando
la aliente el mejor espíritu, y que no han de desmoralizarnos las flaquezas ni
las caídas cuando seguimos a Cristo cargados con nuestra cruz. Jesús, por los
suelos una vez más, no se siente derrotado ni abandona su cometido. Para Él no
es tan grave el caer como el no levantarnos. Y pensemos cuántas son las
personas que se sienten derrotadas y sin ánimos para reemprender el seguimiento
de Cristo, y que la ayuda de una mano amiga podría sacarlas de su postración.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Dice el
evangelista San Lucas que a Jesús, camino del Calvario, lo seguía una gran
multitud del pueblo; y unas mujeres se dolían y se lamentaban por Él. Jesús, volviéndose
a ellas les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por
vosotras y por vuestros hijos»; añadiéndoles, en figuras, que si la ira de Dios
se ensañaba como veían con el Justo, ya podían pensar cómo lo haría con los
culpables.
Mientras
muchos espectadores se divierten y lanzan insultos contra Jesús, no faltan
algunas mujeres que, desafiando las leyes que lo prohibían, tienen el valor de
llorar y lamentar la suerte del divino Condenado. Jesús, sin duda, agradeció
los buenos sentimientos de aquellas mujeres, y movido del amor a las mismas
quiso orientar la nobleza de sus corazones hacia lo más necesario y urgente: la
conversión suya y la de sus hijos. Jesús nos enseña a establecer la escala de
los valores divinos en nuestra vida y nos da una lección sobre el santo temor
de Dios.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Una vez
llegado al Calvario, en la cercanía inmediata del punto en que iba a ser
crucificado, Jesús cayó por tercera vez, exhausto y sin arrestos ya para
levantarse. Las condiciones en que venía y la continua subida lo habían dejado
sin aliento. Había mantenido su decisión de secundar los planes de Dios, a los
que servían los planes de los hombres, y así había alcanzado, aunque con un
total agotamiento, los pies del altar en que había de ser inmolado.
Jesús agota
sus facultades físicas y psíquicas en el cumplimiento de la voluntad del Padre,
hasta llegar a la meta y desplomarse. Nos enseña que hemos de seguirle con la
cruz a cuestas por más caídas que se produzcan y hasta entregarnos en las manos
del Padre vacíos de nosotros mismos y dispuestos a beber el cáliz que también
nosotros hemos de beber. Por otra parte, la escena nos invita a recapacitar
sobre el peso y la gravedad de los pecados, que hundieron a Cristo.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Ya en el
Calvario y antes de crucificar a Jesús, le dieron a beber vino mezclado con
mirra; era una piadosa costumbre de los judíos para amortiguar la sensibilidad
del que iba a ser ajusticiado. Jesús lo probo, como gesto de cortesía, pero no
quiso beberlo; prefería mantener la plena lucidez y conciencia en los momentos
supremos de su sacrificio. Por otra parte, los soldados despojaron a Jesús, sin
cuidado ni delicadeza alguna, de sus ropas, incluidas las que estaban pegadas
en la carne viva, y, después de la crucifixión, se las repartieron.
Para Jesús
fue sin duda muy doloroso ser así despojado de sus propios vestidos y ver a qué
manos iban a parar. Y especialmente para su Madre, allí presente, hubo de ser en
extremo triste verse privada de aquellas prendas, tal vez labradas por sus
manos con maternal solicitud, y que ella habría guardado como recuerdo del Hijo
querido.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
«Y lo
crucificaron», dicen escuetamente los evangelistas. Había llegado el momento
terrible de la crucifixión, y Jesús fue fijado en la cruz con cuatro clavos de
hierro que le taladraban las manos y los pies. Levantaron la cruz en alto y el
cuerpo de Cristo quedó entre cielo y tierra, pendiente de los clavos y apoyado en
un saliente que había a mitad del palo vertical. En la parte superior de este
palo, encima de la cabeza de Jesús, pusieron el título o causa de la
condenación: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos». También crucificaron
con él a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
El suplicio
de la cruz, además de ser infame, propio de esclavos criminales o de insignes
facinerosos, era extremadamente doloroso, como apenas podemos imaginar. El
espectáculo mueve a compasión a cualquiera que lo contemple y sea capaz de
nobles sentimientos. Pero siempre ha sido difícil entender la locura de la
cruz, necedad para el mundo y salvación para el cristiano. La liturgia canta la
paradoja: «¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza / con un peso tan
dulce en su corteza!».
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Desde la
crucifixión hasta la muerte transcurrieron tres largas horas que fueron de
mortal agonía para Jesús y de altísimas enseñanzas para nosotros. Desde el
principio, muchos de los presentes, incluidas las autoridades religiosas, se
desataron en ultrajes y escarnios contra el Crucificado. Poco después ocurrió
el episodio del buen ladrón, a quien dijo Jesús: «Hoy estarás conmigo en el
paraíso». San Juan nos refiere otro episodio emocionante por demás: Viendo Jesús
a su Madre junto a la cruz y con ella a Juan, dice a su Madre: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo»; luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre»; y desde
aquella hora el discípulo la acogió en su casa. Después de esto, nos dice el
mismo evangelista, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, dijo: «Tengo
sed». Tomó el vinagre que le acercaron, y añadió: «Todo está cumplido». E
inclinando la cabeza entregó el espíritu.
A los
motivos de meditación que nos ofrece la contemplación de Cristo agonizante en
la cruz, lo que hizo y dijo, se añaden los que nos brinda la presencia de
María, en la que tendrían un eco muy particular los sufrimientos y la muerte
del hijo de sus entrañas.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Para que los
cadáveres no quedaran en la cruz al día siguiente, que era un sábado muy
solemne para los judíos, éstos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y
los retiraran; los soldados sólo quebraron las piernas de los otros dos, y a
Jesús, que ya había muerto, uno de los soldados le atravesó el costado con una
lanza. Después, José de Arimatea y Nicodemo, discípulos de Jesús, obtenido el
permiso de Pilato y ayudados por sus criados o por otros discípulos del
Maestro, se acercaron a la cruz, desclavaron cuidadosa y reverentemente los
clavos de las manos y los pies y con todo miramiento lo descolgaron. Al pie de
la cruz estaba la Madre, que recibió en sus brazos y puso en su regazo maternal
el cuerpo sin vida de su Hijo.
Escena
conmovedora, imagen de amor y de dolor, expresión de la piedad y ternura de una
Madre que contempla, siente y llora las llegas de su Hijo martirizado. Una
lanza había atravesado el costado de Cristo, y la espada que anunciara Simeón
acabó de atravesar el alma de la María.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
José de
Arimatea y Nicodemo tomaron luego el cuerpo de Jesús de los brazos de María y
lo envolvieron en una sábana limpia que José había comprado. Cerca de allí
tenía José un sepulcro nuevo que había cavado para sí mismo, y en él enterraron
a Jesús. Mientras los varones procedían a la sepultura de Cristo, las santas
mujeres que solían acompañarlo, y sin duda su Madre, estaban sentadas frente al
sepulcro y observaban dónde y cómo quedaba colocado el cuerpo. Después,
hicieron rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro, y regresaron
todos a Jerusalén.
Con la
sepultura de Jesús el corazón de su Madre quedaba sumido en tinieblas de
tristeza y soledad. Pero en medio de esas tinieblas brillaba la esperanza
cierta de que su Hijo resucitaría, como Él mismo había dicho. En todas las
situaciones humanas que se asemejen al paso que ahora contemplamos, la fe en la
resurrección es el consuelo más firme y profundo que podemos tener. Cristo ha
convertido en lugar de mera transición la muerte y el sepulcro, y cuanto
simbolizan.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos.
R. Pues por tu santa cruz redimiste al mundo.
[V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum.]
Pasado el
sábado, María Magdalena y otras piadosas mujeres fueron muy de madrugada al
sepulcro. Llegadas allí observaron que la piedra había sido removida. Entraron
en el sepulcro y no hallaron el cuerpo del Señor, pero vieron a un ángel que
les dijo: «Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está
aquí». Poco después llegaron Pedro y Juan, que comprobaron lo que les habían
dicho las mujeres. Pronto comenzaron las apariciones de Jesús resucitado: la
primera, sin duda, a su Madre; luego, a la Magdalena, a Simón Pedro, a los
discípulos de Emaús, al grupo de los apóstoles reunidos, etc., y así durante
cuarenta días. Nadie presenció el momento de la resurrección, pero fueron
muchos los que, siendo testigos presenciales de la muerte y sepultura del
Señor, después lo vieron y trataron resucitado.
En los
planes salvíficos de Dios, la pasión y muerte de Jesús no tenían como meta y
destino el sepulcro, sino la resurrección, en la que definitivamente la vida
vence a la muerte, la gracia al pecado, el amor al odio. Como enseña San Pablo,
la resurrección de Cristo es nuestra resurrección, y si hemos resucitado con
Cristo hemos de vivir según la nueva condición de hijos de Dios que hemos
recibido en el bautismo.
Oración:
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Jesús,
pequé: Ten piedad y misericordia de mí.
Bendita y
alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su
santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.
Oremos: Señor Jesucristo, tú nos has concedido acompañarte, con María tu Madre, en los misterios de tu pasión, muerte y sepultura, para que te acompañemos también en tu resurrección; concédenos caminar contigo por los nuevos caminos del amor y de la paz que nos has enseñado. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén
















